Entre un régimen caduco que dejaba
todo atado y la incertidumbre de un futuro que cada cual imaginó a su modo,
Adolfo Suárez fue el muñeco del pimpampum. La marioneta a la que zarandearon
todos sus brillantes colegas políticos, incluso los de su propio partido. Fue
la diana de los, llamados entonces, poderes fácticos. Quizás sólo los
ciudadanos que, como ahora, sólo querían paz y, entonces además y sobre todo,
no volver a las andadas, le apoyaron. Ahora, aún agonizante, le rinden
precipitadamente honores, entre otros, aquellos que impunemente le vapulearon. Así
es de falsa la hora de las alabanzas.
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2 comentarios:
No hay nada como morirse para que lo quieran a uno.
Y, a veces, ni muriéndose dejan en paz al muerto. Y, si es preciso y conviene, somos capaces de liarnos a muertazos, (verbalmente,claro), porque nos parece una idea genial adscribir al muerto a nuestras posiciones.
Saludos, Ángeles.
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