Pasamos casi la vida entera en la
monótona gayola del trabajo. Antiguamente se hablaba de vocación, esa llamada
ilusionante a una tarea gozosa y creativa. Hoy, sin llamada, competimos en una
carrera azacanada hacia objetivos ajenos. Nuestra meta, olvidado el bien común
y hasta el bien propio, es la supervivencia a secas, esa migaja desprendida del
dinero generado para quién sabe quien. Y, cuando jubilan los años, desahucia la
salud o la economía prescinde de nosotros, descubrimos que, como el pájaro que
se crió cautivo, apenas conocemos la jaula. Y, con la libertad sin estrenar, seguimos
temerosos a su puerta.
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