22 de noviembre de 2014

Cagarria

Los ocres invaden el otoño y le cambian el traje de domingo al verano por otro de faena. Y con las lluvias aparecen esos seres de sabores untosos como gelatinas de las tripas del bosque y, a veces, traidoramente venenosos, de deslumbrantes nombres latinos (Dónde va a parar, de decir cagarria a Morchella Esculenta, es otro nivel). Y, como la espora está de moda, se llena el campo los fines de semana de navajeros con cestitas de mimbre que deambulan felices como Caperucita Roja, difunto el lobo. Como sus navajas llevan cepillo, el navapillo va camino de la RAE.

Prodigio

Aunque no lo parezca, estás ahí. Tan bonita y tan humilde, tan cerca de la tierra y del cielo, tan inesperada, tan oculta, tan sencilla y tan dulce. Y nunca me canso de buscarte porque sé que aparecerás como un milagro cotidiano. Y serás la misma que ayer, la misma que hace años, idéntica a ti misma. Y sentiré la misma emoción al encontrarte que se siente ante lo más inesperado, porque la suerte de ver la luz todos los días es el mayor portento que sucede, aunque todos lo den por ordinario.

Páramo

En el páramo de Villacadima no hay nadie. Es una alfombra de soledad para mí sólo. Busco mis pasos viejos. Doy con ellos y en ellos me recreo. Camino seis horas sin dolor. Las angustias entrañables ahogan al músculo. En las frondas camino sin rumbo. Y me pierdo, por si no me sintiera suficientemente desvalido. Y pienso que no existo. Y, si los lobos o el jabalí acabaran conmigo, quedaría disuelto en el paisaje. Y me doy cuenta de que estoy muy cansado por dentro. El páramo es tan bello y tan triste como la vida que abrazamos.