Los oídos de piedra añoran los
tonos quedos que sofoca una almohada.
El olfato, íntimo notario, recuerda
olores personales que se desvanecieron.
El tacto tiembla sobresaltado,
romo ya para diferenciar texturas.
El gusto tiene tatuajes viejos
sobre los que no encaja ninguna novedad.
Las articulaciones, engarzadas en
astillas de tiempo, son pedernales que dictan rigidez.
Los ojos, lavados por mil aguas
de penas y alegrías, se han desvaído y miran asustados a la indefinición
borrosa.